Como
introducción a una conferencia reciente, improvisé una historia más o menos verídica,
en la que hablé de mi primer contacto con eso que ahora se da en denominar
un “influencer”, influyente en román paladino. Se llamaba Paco –en realidad no recuerdo
su nombre- y era el dueño de la cafetería del Mercado Tirso de
Molina, ubicado en el barrio de Madrid donde nací.
El
tal Paco leía cada mañana el diario ABC y con esta lectura desencadenaba un
proceso de comunicación que discurría de esta manera: él comentaba en la barra
los sucesos del día enriqueciéndolos con su opinión, las amas de casa le
escuchaban atentas y, al salir del mercado, en el carrito, junto a las
verduras, carnes y pescados, transportaban a casa un cargamento de ideología.
Esta
cesta abarrotada de ideas deslavazadas generaba discusiones en las casas del
barrio que, con cierta frecuencia, se zanjaban con un “eso es así porque dice
Paco que lo dice ABC”. Y, poco a poco, comentario a comentario, churro a porra,
creo que Paco consiguió que todo un barrio obrero abrazara una ideología
conservadora y monárquica.
Pasado
un tiempo, empecé a trabajar en el periódico ABC, algo
que Paco anunció a gritos cierto día que acompañaba a mi madre a comprar. “David,
que he visto tu firma en el periódicooooo”, fue la señal para que las cabezas
de todas las amas de casa que mojaban su bollo en el café se volvieran, admiradas,
hacia mí. Y así, inopinadamente, me convertí en una celebridad doméstica, potencial
influyente de altos vuelos.
La
consecuencia más dolorosa de mi recién estrenada celebridad fue el abandono de
una fea pero satisfactoria costumbre que arrastraba desde la adolescencia:
robar al frutero aprovechando sus descuidos. Con su descubrimiento, Paco hizo que “el niño de la Kety” (apelativo
cosmopolita de mi madre, Enriqueta) se transformara en “el periodista de ABC” y
eso me obligaba a limar las aristas más vergonzantes de la proyección pública
de mi carácter.
No me podía arriesgar a
mancillar mi fama, ni la del periódico en el que firmaba, con el zumo de una
mandarina o la pulpa pringosa de un plátano.
Y
fue así que, ya desde mi más tierna juventud, me percaté de que la vida del
influyente puede ser más aburrida que la de alguien anónimo que, por arte
de birlibirloque y mor de la tecnología, es hoy el verdadero “influencer”.