viernes, 29 de abril de 2016

Molinos de viento en el lineal del supermercado

Deambulaba por el pasillo de una gran superficie comercial entre muchas mercancías que eran siempre la misma –yo, a la venta en distintos formatos -, y se produjo el milagro. Al cruzarse en mi camino, una limpiadora hizo un gesto diminuto, tanto como la chispa que incendia un bosque. Las luces se atenuaron, la música ambiental dejó de escucharse y todas las tablillas de precios marcaron 00,00.
 
Por un instante, esa mujer detuvo su faena, se observó en un espejo de la sección de cuartos de baño y, suavemente, colocó una brizna de cabello que se había escapado de su moño. Su mano, curtida por el duro trabajo y el uso de detergentes, dibujó en el aire un sublime gesto de orgullosa feminidad. Un ademán que era una puerta abierta para el futuro de la especie, tanto como el estudio del neutrino o el brillo en los ojos de quienes se lanzan al agua para ayudar a los refugiados que llegan a nuestras costas.
 
Menuda, vestía con un holgado uniforme verde que contrastaba con el color amarillo del cable que unía un reproductor de música a sus oídos, adornados con pendientes de diseño infantil. En su pecho, una tarjeta rectangular con un nombre escrito en mayúsculas: DULCINEA.
 
Sonreí pensando en la paradoja que suponía que el nombre de una empleada de la limpieza estuviera asociado a La Mancha. Tonterías. Ella parecía haber llegado desde mucho más lejos que El Toboso, de exóticos parajes donde quizás fantaseara con vivir en una lujosa casa europea, entre abigarrados muebles muy distintos a los que nos rodeaban, tan funcionales como una rampa para minusválidos en una delegación del Ministerio de Hacienda.
 
Con un gesto de indómita coquetería, arregló su peinado e hizo algo más hermoso un universo que yo creí intuir entre esos brillantes cabellos que, segundos después, se me mostraron como sucios jirones de sueños sin cumplir. 
 
Sucedió cuando, humillada de nuevo la cabeza, reanudó el hipnótico movimiento de la mopa. Un reflejo en el mármol abrillantado me devolvió a la corriente de personas que estiraban el cuello para observar con mayor detenimiento las deficientes calidades de unos muebles hechos para ser orinados por alguna mascota. De la brava hembra ya sólo quedaba el eco de la bachata que entonaba mientras se alejaba por uno de los lineales. 
 
Tras ella, las aspas de las reproducciones de molinos de viento que llenaban las estanterías de la sección “Recuerdos de España” empezaron a dar vueltas. Metí uno de ellos en mi carro y me dirigí hacia la caja con una barra de cortina bajo el brazo, a modo de lanza. Un nuevo Quijote, sin saldo en la tarjeta de crédito, intentando sobrevivir otro duro día en la península Barataria.