Amigo es
una palabra muy seria como para dejarla en manos de una empresa de internet que
convierte ese concepto, tan noble, en moneda de cambio de un pingüe negocio que
solo
reporta beneficios al señor Zuckerberg y a
sus accionistas. No soy tan apocalíptico como Evgeny Morozov y valoro las oportunidades que aportan ésta y otras
plataformas de comunicación online, pero creo que conviene ubicar las piezas de
nuestra experiencia vital, digital y analógica, en los lugares correctos.
Hace tiempo escribí que se puede ser amigo de un avatar
y sigo pensando así, aunque eso nada tiene que ver con el icono de una
mano cerrada con el pulgar alzado. Además, echo en falta en estas relaciones
algo que para mí es fundamental en la amistad: el silencio.
Por su propia naturaleza,
las redes digitales –en especial Facebook- incentivan a sus usuarios a
desnudar el día a día de su intimidad sirviéndose de mecanismos de
gratificación que les llevan a salivar con cada “like” o retuit.
Así,
hemos convertido la comunicación en un juego de recompensas, un ejercicio
pavloviano en el que la reflexión previa al acto de comunicar y el ejercicio sensato
de esta actividad pierden peso ante la urgencia y la ocurrencia, dos
características incrementan las posibilidades de éxito de nuestras
actualizaciones en perfiles sociales.
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