“La gente de hoy es tan absolutamente
superficial que no entiende la filosofía de lo superficial”, escribió
Oscar Wilde en su obra Una mujer sin importancia, en la que uno
de los personajes –Lord Illingworth- afirma con rotundidad que “un buen
nudo de corbata es el primer paso serio en la vida”.
Y no es ésta una observación trivial, pues el
trozo de tela que pende del gaznate de hombres y mujeres desde tiempos
remotos es mucho más que esa “servilleta bien incómoda” de la que habla
el presidente uruguayo José Mujica.
Ya en tiempos de la Revolución Francesa adquirió valor político y cuentan que en la mañana previa a la batalla de Waterloo, Napoleón
decidió cambiar su habitual corbata negra, que adornó el cuello del
general francés en las batallas de Lodi, Marengo, Austerlitz o Wagram,
por otra blanca de lazo corredizo... con el resultado que todos
conocemos.
El caso es que, en los últimos tiempos, el valor simbólico de la corbata
se ha revitalizado debido al desprecio con el que es tratada por
representantes de la “nueva política” europea. Éstos, como llamativo
gesto de rebeldía, prefieren mostrar su pescuezo desnudo emergiendo de
un mar de vistosos estampados, como en el caso de Varoufakis, o hacer
flotar su nuez sobre el oleaje de la tela blanca de una camisa aventada
por el torbellino revolucionario. Pero siempre liberados de lo que
consideran un símbolo de humillada mansedumbre, que diría Antonio Muñoz
Molina.
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