No conocía
el País Vasco. Alguna vez viajé allí, de forma fugaz, por motivos de
trabajo, y poco más. Hace años, a causa del terrorismo, me asustaba recorrer
esas tierras con mi familia y, pasado el tiempo y pasada –eso dicen- ETA, me ha
costado elegir esa región como destino de vacaciones. La inercia del miedo,
quizás.
Aunque era
poco más que un adolescente por aquel entonces, aún recuerdo cómo retumbaron
los cristales de la ventana de mi habitación por la explosión que causó la
masacre de la Plaza de la Cruz Verde, en Madrid; o, años más tarde, el pánico
provocado por el coche-bomba que los terroristas aparcaron junto a la casa de la
que entonces era mi novia; o el miedo en los ojos de un amigo de la infancia
que se alistó a la Guardia Civil y eligió como destino el País Vasco para poder
mandar algo más de dinero a su madre sin saber que se iba a jugar la vida hasta
en el más rutinario control de tráfico, o…¿Para qué seguir?, que levante la
mano el madrileño, barcelonés, donostiarra, cacereño, vitoriano o alicantino
que no haya sufrido, en mayor o menor medida, durante esos años negros, tan
difíciles de explicar hoy a nuestros hijos.
El caso es
que me decidí a llenar esa laguna en mi conocimiento de la geografía peninsular
y, por fin, pude disfrutar de las gentes y paisajes de Euskadi. El viaje fue
todo lo satisfactorio que uno pueda imaginar aunque, a ratos, me invadía cierta
melancolía por todos los viajes que no hice a esta hermosa tierra por culpa de
los que querían hacer crecer los frutos de su país regando las semillas con sangre de sus
paisanos.
Quizás por
eso, de todas las fotos de esos días, la que más me gusta es la que acompaña
este texto y que retrata a un niño jugando en una de las playas de Zumaia,
saltando sobre formaciones rocosas –los flysch-
que dejan a la vista millones de años de la historia de la Tierra.
Me gusta
ver al chaval divirtiéndose sobre esos testimonios del pasado que, para él, se
transforman en un barco que abordar, un islote con un tesoro por desenterrar o un
edificio al que encaramarse para hacer alarde de súper poderes arácnidos.
Y sueño
con que, dentro de miles de años, todos los muertos de hoy, de ayer y de mañana;
de España, de Siria, de Irak, de Nigeria o de Gaza, seremos polvo del terreno sobre
el que jugarán los niños del futuro, ajenos al dolor de un pasado que les
resultará tan incomprensible como el ordenador en el que hoy escribo este
texto. Y eso, a ratos, me reconforta.