Son días de abatimiento patriótico
tras el pinchazo de la burbuja olímpica inflada por medios
de comunicación y políticos. Congoja que a duras penas puede atemperar la enésima
victoria de Rafael Nadal, un excelente deportista y, según parece, persona
sensata que muchos consideran ejemplar y, como tal, ideal excusa
para ondear la bandera nacional. “Nadal nos hace sentir orgullosos de
ser españoles”, es frase habitual cuando la pelota bota en un lugar
inalcanzable para el contrincante del jugador balear, en el último punto del
partido que decide un torneo.
Y me parece bien –faltaría más- que las
peripecias deportivas del tenista hagan felices a muchas de las personas que me
rodean. A mí mismo me resulta simpático este joven y prefiero que gane él a,
por ejemplo, Feliciano López. A éste, seguro que injustamente, solo me lo puedo
imaginar repartiendo suaves derechazos dirigidos a las caderas de bellas
modelos en las fiestas de eso que llaman "alta sociedad".
Sin embargo, tengo dificultades para
encontrar los puntos de conexión de lo que considero mi patria con aquella en
la que vive Nadal. Para ser justos, eso también me sucede con el vecino de
arriba, con el que apenas tengo en común un ascensor. No tengo claro que la bandera que adorna su balcón, para celebrar la victoria del campeón manacorense, sea mi bandera.
Me alegran las victorias de este tenista, como las de otros de distintas nacionalidades por lo que suponen como ejemplo de excelencia profesional, recompensa al esfuerzo y superación personal, pero no puedo identificarlas con casi nada que yo considere mi país. Ese lugar en el que viven mis padres o suegros, cada día más necesitados de una sanidad pública de calidad; o mis hijos, sometidos a continuos recortes en su educación; o mis amigos, que se buscan la vida como pueden.
Porque, al fin y al cabo, ¿en qué
consiste la españolidad?. Grandes pensadores han abordado esta cuestión y en internet tenéis respuestas para todos los gustos. No seré yo el que aporte una simpleza a este eterno debate que, por su persistencia en el tiempo, se ha convertido en uno de los rasgos que definen a esta nación. Una pregunta identitaria que, en sí misma, ya es respuesta.
Sí diré que, desde un punto de vista íntimo, considero compatriotas míos a los que comparten conmigo un ecosistema de afectos, reflexiones o anhelos que se proyectan en una idea de progreso global. Gente que construye puentes y borra fronteras, ciudadanos de un lugar llamado mundo, como dice la canción.
Paisanos como ese maravilloso inglés llamado Simon; Gema, que rehizo su vida en Alemania; Pablo, mi querido argentino; o Mauricio, ese soñador chileno al que solo conozco en el mundo virtual. O tantas gentes a las que no puedo poner cara pero de las que me siento tan próximo, aunque sea por compartir ocasionalmente una mancha de color en algún estudio sobre características de la población mundial.
Quizás
por todo esto, frente al adjetivo compatriota prefiero el inventado de “compartiota”,
con el que trato de designar a personas que comparten conmigo -o podrían llegar a hacerlo- lo que son y yo
con ellas lo que soy.
Y, por si a estas alturas alguien lo dudaba, entre esas cosas que podríamos compartir no se halla un campo de tenis. No sé jugar.
Y, por si a estas alturas alguien lo dudaba, entre esas cosas que podríamos compartir no se halla un campo de tenis. No sé jugar.