martes, 10 de septiembre de 2013

Nadal y las banderas

Son días de abatimiento patriótico tras el pinchazo de la burbuja olímpica inflada por medios de comunicación y políticos. Congoja que a duras penas puede atemperar la enésima victoria de Rafael Nadal, un excelente deportista y, según parece, persona sensata que muchos consideran ejemplar y, como tal, ideal excusa para ondear la bandera nacional. “Nadal nos hace sentir orgullosos de ser españoles”, es frase habitual cuando la pelota bota en un lugar inalcanzable para el contrincante del jugador balear, en el último punto del partido que decide un torneo.

Y me parece bien –faltaría más- que las peripecias deportivas del tenista hagan felices a muchas de las personas que me rodean. A mí mismo me resulta simpático este joven y prefiero que gane él a, por ejemplo, Feliciano López. A éste, seguro que injustamente, solo me lo puedo imaginar repartiendo suaves derechazos dirigidos a las caderas de bellas modelos en las fiestas de eso que llaman "alta sociedad".

Sin embargo, tengo dificultades para encontrar los puntos de conexión de lo que considero mi patria con aquella en la que vive Nadal. Para ser justos, eso también me sucede con el vecino de arriba, con el que apenas tengo en común un ascensor. No tengo claro que la bandera que adorna su balcón, para celebrar la victoria del campeón manacorense, sea mi bandera.

"Compartiotas" frente a compatriotas

Me alegran las victorias de este tenista, como las de otros de distintas nacionalidades por lo que suponen como ejemplo de excelencia profesional, recompensa al esfuerzo y superación personal, pero no puedo identificarlas con casi nada que yo considere mi país. Ese lugar en el que viven mis padres o suegros, cada día más necesitados de una sanidad pública de calidad; o mis hijos, sometidos a continuos recortes en su educación; o mis amigos, que se buscan la vida como pueden.

Porque, al fin y al cabo, ¿en qué consiste la españolidad?. Grandes pensadores han abordado esta cuestión y en internet tenéis respuestas para todos los gustos. No seré yo el que aporte una simpleza a este eterno debate que, por su persistencia en el tiempo, se ha convertido en uno de los rasgos que definen a esta nación. Una pregunta identitaria que, en sí misma, ya es respuesta.

Sí diré que, desde un punto de vista íntimo, considero compatriotas míos a los que comparten conmigo un ecosistema de afectos, reflexiones o anhelos que se proyectan en una idea de progreso global. Gente que construye puentes y borra fronteras, ciudadanos de un lugar llamado mundo, como dice la canción.

Paisanos como ese maravilloso inglés llamado Simon; Gema, que rehizo su vida en Alemania; Pablo, mi querido argentino; o Mauricio, ese soñador chileno al que solo conozco en el mundo virtual. O tantas gentes a las que no puedo poner cara pero de las que me siento tan próximo, aunque sea por compartir ocasionalmente una mancha de color en algún estudio sobre características de la población mundial.

Quizás por todo esto, frente al adjetivo compatriota prefiero el inventado de “compartiota”, con el que trato de designar a personas que comparten conmigo -o podrían llegar a hacerlo- lo que son y yo con ellas lo que soy. 

Y, por si a estas alturas alguien lo dudaba, entre esas cosas que podríamos compartir no se halla un campo de tenis. No sé jugar.