Palinurus vulgaris
A
ratos, y dependiendo del ángulo formado por la pantalla del ordenador, el
fluorescente del techo y el amplio ventanal situado a su espalda, contempla su rostro
reflejado en el monitor como si fuera una de esas langostas que se exponen en
las vitrinas de las marisquerías –“efectivamente, señor Gutiérrez, la langosta
es un crustáceo, usted llegará lejos, hijo, llegará muy lejos”- y que no
despegan su perpleja mirada de lo que acontece al otro lado del cristal hasta
que una mano se sumerge en el agua para seleccionar a uno de los animales con la intención de despedazarlo sobre una tabla de
madera y así dar gusto a adinerados comensales que se relamen ante el cruel
espectáculo, ajenos a esos implorantes ojos que aún guardan en su interior
imágenes de abisal hermosura, de reflejos sobre la superficie marina, de algas
meciéndose al acompasado vaivén de las olas, de pies infantiles chapoteando al
borde del pantalán, de anillos de compromiso hundiéndose en el olvido insondable, de trágicos
naufragios y playas ignotas donde pintores antiguos arrebolaban las mejillas
del futuro, un futuro en cuyas costas hoy encallan las últimas ballenas, tan desorientadas como nuestro personaje, cuya principal preocupación es que parezca que trabaja, que hace algo, que tiene el tiempo
ocupado, así que, cuando alguien se aproxima por el pasillo y mira hacia su puesto
de trabajo, teclea más fuerte en el ordenador y observa la pantalla como si en
ella hubiera algo más que un mensaje de error de “windows”, que hay mucho desempleo y no conviene
fiarse sobre todo desde que a Pedro le dieron cinco minutos para que vaciara su cajonera bajo la
mirada severa de un guardia jurado antes de echarle a la calle, y todo porque uno de
los subdirectores le comentó a un director que uno de los gerentes les había
dicho que un compañero, al pasar junto a él, descubrió que, en vez de realizar
los pertinentes ajustes en el informe sobre viabilidad, estaba visitando una página
web dedicada a la ornitología, lo cual era normal ya que Pedro era un gran amante de los pájaros lo cual le hacía ser muy popular en la oficina -¡qué divertida era su imitación del estornino!, ¡cuán difícil era contener la
risa al escucharle ulular como una lechuza!-, tanto que un año
estuvieron a punto de concederle el “premio naranja” al más simpático de su
planta pero, en el último momento, le arrebató el galardón la chica más popular
del departamento de contabilidad, en un resultado que se consideró injusto
porque, mientras que ella nunca saludaba al cruzarse con alguien en dirección a
la cafetería, Pedro siempre tenía una palabra amable y hacía algún oportuno comentario
sobre la jornada laboral; habitualmente vaya calor que hace en esta oficina, o
algo así porque es cierto que la temperatura es sofocante en estos edificios inteligentes que no tienen
ventanas y en los cuales,
por alguna extraña razón, el termostato del aire acondicionado siempre
se
encuentra en valores extremos, incompatibles con la vida humana, lo que quizás
responda a una estrategia empresarial que persigue la reducción del
número de
empleados mediante catarros de pecho, sudores incontrolados y accidentes
mortales causados por desvanecimientos, un terrible asunto sobre el
que debiera pronunciarse el Ministerio de Trabajo.