“Dedico más tiempo a
pensar en cómo orientar el reportaje para no molestar a nadie que a escribirlo.
Pero es que no quiero que se quejen al jefe y quedarme sin esta colaboración
porque necesito el dinero”.
Esta frase es real y no se la escuchado a algún periodista en un viaje por Eritrea,
Turkmenistán y Corea del Norte. Fue hace unas pocas semanas, en un bar del
centro de Madrid, en este país nuestro que se enorgullece de contar con una prensa libre.
La
brutal crisis económica azota a todos los sectores de
actividad y la prensa, que vive su vía
crucis particular, no iba a ser menos. El panorama mediático es sombrío y es iluso pensar
que se podrán solucionar los problemas sólo con despidos
masivos de periodistas, la detención de los responsables de plataformas
digitales piratas o las pequeñas
victorias en la lucha de los editores contra Google.
La
situación es tan mala y tan nefastas las perspectivas que, hasta desde posiciones
identificadas con el liberalismo
económico, se pide dinero público para la prensa. Estos “subsidios
públicos para la democracia” forman parte de la tradición del periodismo
pero no serían fáciles de entender para un país poco aficionado a la lectura de prensa y en el que la población, día tras día,
asiste a nuevos recortes en servicios como la educación o la sanidad.
Quizás
por ello, el gobierno central hace oídos sordos a las propuestas
de los editores y toma decisiones
justificadas en la necesaria austeridad que no pueden ser compensadas por otras ayudas
públicas como las suscripciones
institucionales o subvenciones
autónomicas.
La
experiencia de un país como Francia, ejemplo de fuertes ayudas a la
prensa, tampoco anima a tomar una decisión de estas características. A pesar
del plan anunciado por Sarkozy en el año 2009, con ayudas de 600 millones de
euros en tres años, los lectores dan la espalda a los periódicos y éstos van
cayendo como
fichas de dominó .
Por
si fuera poco, es difícil creer que una mayor dependencia de los gobiernos puede
contribuir a mejorar la calidad de la información cuando la sombra
del clientelismo político sobrevuela el ejercicio del periodismo. Y es inevitable
que así sea después de contemplar -por tomar
un ejemplo reciente- las portadas que algunos medios de tirada nacional dedicaron
–mejor dicho, no dedicaron- a la multimillonaria ayuda
pública a Bankia.
Causaba
perplejidad comparar esas portadas
con el tratamiento que la misma noticia recibió en medios
extranjeros. Quizás fuera más importante el acontecimiento deportivo del día
o tal vez pesaron más las razones políticas y publicitarias que
las periodísticas a la hora de tomar esa decisión editorial.
El caso es que, cuando se dispone a redactar un artículo, el
periodista está sometido hoy a una presión que, a duras penas, deja resquicio para
la independencia y el adecuado desempeño profesional. Y es la libertad a la
hora de ejercer el periodismo el elemento de partida que puede dar sentido a la
relación entre calidad de información, número de lectores e inversión
publicitaria.
Quizás sea tarde ya para los periódicos y no lleguen, tal como los conocemos, a ese año 2043 en el que la última rotativa dejará de imprimir el último diario para el último lector de diarios según vaticinó Philip Meyer, en su libro "Vanishing Newspaper".
Y
también es posible que, entre todos, estemos contribuyendo al fin prematuro de un
tiempo en el que, con sus límites y contradicciones, la prensa se erigía como
un sólido contrapoder que articulaba el debate público y proporcionaba valiosas
pistas para interpretar la realidad.
Una
prensa libre que podría jugar un importante papel para salir del atolladero en
el que nos hallamos, en un tiempo en el que la razón de estado parece sometida
a la sinrazón de la especulación financiera cuando no del puro latrocinio.